Como dije en su momento, provengo de una familia cinéfila a la que no sólo le gusta alquilar y alquilar películas (en cuanto al espacio se refiere sale más rentable que comprarlas, y por supuesto económicamente hablando no tengo más que añadir), sino también visitar de vez en cuando esas grandes salas donde realmente te sumerges en la película que estás viendo. Ni el home cinema ni “el cine en casa” podrán sustituir jamás la sensación tan gratificante que es el hecho de acudir con amigos, con familiares, con el novio o la novia, o, simplemente, a solas (que ya vimos en No sos vos, soy yo, no es tan raro) a ver una secuencia de imágenes, rodeados por el sonido envolvente que ambienta lo que nuestras retinas van captando, y que lo mismo podemos llorar de tristeza o desternillarnos de la risa que estremecernos hasta que se nos pone la piel de gallina y nos tapamos los ojos para no ver aquello que nos asusta, pero con el típico hueco entre los dedos para no perdernos detalle de lo que sigue ocurriendo.
El hecho de ir al cine hacía salir a la calle, quedar con gente (o solo, como hemos dicho), pasar un rato a gusto, y, tras terminar la película, comentarla, debatirla, intercambiar opiniones, conocerse mejor, etc. Se daba el caso, incluso, de películas que se hacían esperar, y es el día del estreno cuando el público hace cola para conseguir un asiento donde más le apetece: en las primeras filas (los más aficionados y de quienes tengo que aprender cómo no se desnucan tras dos horas que dura el film con el mentón levantado), los que, como yo, se sientan justo en el centro (que suele ser el más cómodo y, por eso, el más solicitado), y los que optan por las últimas filas (las preferidas por quienes no van precisamente a estar pendientes de la película por la que han pagado).
Yo siempre he gustado de ir minutos antes de la proyección, pues los dos o tres cines a los que solía ir ponían música clásica, y mi pareja y yo nos divertíamos por ver quién era el primero en reconocerla y quién podía dar más datos sobre la misma. Esa música ambiental nos relajaba los músculos, como un calentamiento antes de practicar un deporte cualquiera, pues hay que estar preparados para lo que a posteriori vamos a contemplar. Lo mismo daba que fuera una película de acción que una típica comedia romántica, no sabes cuál va ser tu opinión definitiva hasta que no terminas de verla.
Todo esto, sin embargo, es lo que ahora echo de menos. Mis padres siguen alquilando películas todos los fines de semana, pero el hecho de no vivir ya con ellos ha provocado el consecuente descenso del número de films vistos por semana. Pero esto no es el principal motivo por el que actualmente apenas veo alguna película el fin de semana. Antes hacían verdaderas obras de arte, o, simplemente, películas entretenidas que te incitaban a acudir al cine porque no puedes esperar a que la traiga la dependienta del videoclub, que, tal y como está hoy la economía, me recomienda lo primero que le llega antes de haberlo visto ella con tal de sacarse unas perrillas. De un tiempo a esta parte no he visto anunciar ninguna película que de verdad me atraiga, que diga: “Qué larga se me va a hacer la espera.” Cada otoño veo el filme anual que trae Woody Allen, lo cual ya me he puesto como norma ir al cine a verla, pues, de lo contrario, haría años que no acudo a ver nada en la gran pantalla. Fue la última vez que acudí a la sala cinematográfica, a ver Si la cosa funciona, cuando vi anunciar lo postremo de Disney, Tiana y el sapo. Me sorprendió ver que la factoría de dibujos animados más importante a nivel mundial dejara de lado la función exclusiva de los ordenadores para volver al lápiz en su nuevo clásico, por lo que me motivó a acudir de nuevo al cine. Después de ver tanta publicidad sobre la primera princesa negra de Disney encontré por fin la fecha de estreno, el pasado viernes 5 de febrero. Ese mismo día cogí el periódico de la mañana y busqué los pases para ir a verla… Y no fui.
Me vinieron a mi memoria recuerdos de aquel cine de verano en la playa, el cual ahora se ha convertido en un hotel con spa para ricos, pues los precios no son para el ciudadano de a pie, cuando por tan sólo cien de las antiguas pesetas veíamos dos películas, una detrás de otra, con el chiringuito dentro para comprar las palomitas, refrescos varios y alguna que otra chuchería. De acuerdo que no eran películas de estreno, y el estar a la intemperie sentados en sillas metálicas para las que era necesario llevarse de casa algunos cojines y ropa de abrigo por el relente que solía caer a ciertas horas no era lo más confortable, pero a mí me encantaba ir con mis amigos y parientes a pasar largas horas de proyección, comiéndonos nuestros bocadillos preparados por nuestras respectivas madres y/o abuelas, y luego volvernos en bicicleta cada uno a su casa. ¡Qué tiempos aquéllos!
Ahora, en esa misma zona, no hay quien pueda ir en bicicleta, pues éste se ha convertido en un deporte de alto riesgo. Y además, como ya he dicho, no queda nada de aquel cine, y no sólo físicamente. En cuanto cogí el periódico y busqué la sección de la cartelera de la semana los ojos por poco se me salían de las órbitas al ver el precio. Con lo que me costaba una única entrada para ver una película de dibujos animados yo podía ver en el cine de verano ni más ni menos que veinticuatro. Ya sé que han pasado muchos años desde entonces y que el coste de la vida ha subido, pero yo, como muchos otros españoles, tengo una hipoteca que pagar y no puedo permitirme ciertos lujos, pero ya veo que uno de mis hobbies favoritos se ha convertido en una verdadera afición para aquellos que viven en la opulencia, porque si vamos mi pareja y yo nos supone gastarnos unas dos mil doscientas de las antiguas pesetas. Todo un atraco a mano armada. No quiero ni pensar si tuviéramos niños a los que llevar al cine, pues, al fin y al cabo, lo que íbamos a ver era, repito, una película de dibujos animados, con lo que nos saldría bastante cara la broma.
También hay que decir que la música ambiental ha cambiado considerablemente: de un delicioso concierto para piano nº 21 de Mozart o de un gracioso Toreador de Bizet hemos pasado al reggaeton, del que ya hablaré otro día, o canciones que ya oímos insistentemente en la radio hasta nuestra exasperación (y que, al parecer, ahora hay que pagar monetariamente por ello). Oír esta música me exacerba, cuanto más ciertos tipos de música y ciertas voces que no aguanto y que considero irritantes, lo cual me induce a recibir con malos ojos la cantidad de publicidad del fontanero del barrio, de los nuevos muebles de un conocido almacén que decora tu hogar o del último disco que, por mucho que me lo anuncien, no pienso comprar; tras esto viene una parte que me gustaba bastante, que es la de los trailers de próximos estrenos, pero ahora tan sólo te anuncian un par de películas, que ni en estado de embriaguez iría a ver, y ya por fin el film por el que acabas de pagar.
Por no hablar de aquellas limpiadoras a las que ahora se las contrata no sólo para limpiar la sala, sino para echar de la misma a los pocos espectadores, entre los cuales me incluyo, que gustan de ver todos los créditos de la película por la que han pagado. Yo principalmente me quedo a la espera de conocer lo relativo a la banda sonora, ya que quién ha sido el encargado de la iluminación o del maquillaje no me interesa tanto; rara vez, sin embargo, consigo saciar mi curiosidad musical, pues este colectivo que he citado al principio de este párrafo casualmente debe empezar a barrer por la fila en la que estamos sentados, incluso han llegado a “invitarnos” a abandonar la sala porque interrumpimos su trabajo. Esto no sólo me irrita, sino que si hemos pagado por ver la película entera yo considero que los créditos son parte de ella y no veo lógico que quieran echarme por ver algo que a otros no les interesa para nada. De nuevo la escasa minoría sale perdiendo.
Los representantes de los colectivos cinematográficos se quejan de que la gente apenas va al cine. ¿Y qué esperan con estos precios? Además, en mi ciudad lo tienen más crudo, pues hasta hace cinco años teníamos dos salas de cine en pleno centro a los que podíamos ir andando sin necesidad de tomar el coche, pero, tras abrir grandes centros comerciales en la otra punta de la ciudad, casi saliéndose de la misma (o del mapa, como diría mi madre), estas modestas salas de cine tuvieron que rendirse ante la competencia que les surgió con la novedad de la zona nueva dedicada al comercio, y tuvieron que cerrar. Eso me dolió, pues en esas salas ponían ciertas películas que tan sólo gustan a una escasa minoría, como yo, a saber, películas en versión original, películas de autor, películas documentales, etc. Por muchas salas que tenga uno de esos centros comerciales (rondan la quincena de salas en cada uno) nunca he visto que piensen en cinéfilos como yo, a quienes les mueve también contemplar la proyección de producciones económicamente pequeñas; sí he visto, empero, una misma película proyectada en dos y hasta tres salas. ¿Y qué pasa con aquellos filmes que también quieren llegar al espectador pero que, por escasos recursos, no pueden acceder a las listas de las películas más taquilleras ni ser una gran superproducción mundial?
Con todo esto no quiero tan sólo criticar el abusivo precio que hay que pagar por ver una película que, como dije anteriormente, no sabes hasta que la ves si ha merecido la pena pagar por ella tanto dinero o no, sino también reivindicar el derecho de aquellas pequeñas producciones que desean ser proyectadas y con las que más de uno (y quizá menos de cien, pero para gustos, colores) disfruta y anhela seguir viendo, pues ¿quién decide qué películas debemos ver y cuáles se quedan en la trastienda, no olvidadas, sino desconocidas por el público?
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